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Monthly Archives : enero 2013

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Los repobladores, cristianos viejos, trajeron consigo sus costumbres foráneas. Cambió la forma de trabajar la tierra, cambiaron los cultivos, dejando paso la agricultura de regadío al cereal de secano, adquirió fuerte presencia la ganadería extensiva, y el urbanismo abigarrado de las viejas medinas dejó paso a las nuevas trazas de la arquitectura monumental del Renacimiento. Mientras tanto la población morisca, ahora relegada al papel de pueblo sometido, trataba de mantener vivo su viejo y rico legado, truncado definitivamente con su expulsión en 1609, durante el reinado de Felipe III.

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En apenas un año fueron cayendo las principales ciudades visigodas como Sevilla, Córdoba, Mérida, aunque ésta resistió algo más de tiempo, y por fin Toledo. A partir de ese momento, y tras una eficaz política de alianzas con los nobles locales, alternadas con campañas militares, los nuevos invasores se concentraron en la conquista de los últimos reductos del norte, llegando incluso a atravesar los Pirineos y ocupando parte del sur francés hasta su derrota definitiva ante los francos.

La presencia árabe en Hispania, fue la culminación de un avance expansivo por todo el norte africano donde el pequeño contingente originario procedente de Arabia se mezcló con otras etnias y tribus como beréberes, muladíes, sirios, etc., que siempre se enzarzaron en conflictos internos por el poder. Dicha presencia pasó por diferentes regímenes políticos que fueron sucediéndose a lo largo de los casi ocho siglos que permanecieron en nuestro país. Inicialmente, entre el 711 y 756, Al-Andalus, como pasó a denominarse la antigua Hispania, fue gobernada como una provincia dependiente del Califato de Damasco. Entre 756 y 929, tras la caída de los Omeyas en Damasco, se establece en Al-Andalus un emirato independiente que dará paso al Califato de Córdoba, vigente hasta el año 1031. La descomposición del califato cordobés dio  paso  a un largo periodo de inestabilidad, conocido como reinos de taifas, aprovechado por los cristianos para recuperar gran parte del territorio peninsular. La llegada de los almorávides desde el norte de África, y de los almohades después volvieron a unificar el territorio árabe que quedaría reducido al Reino de Granada, gobernado por la dinastía nazarí, entre los años 1237 y 1492.

Este largo periodo de presencia musulmana en la Península Ibérica supuso un importantísimo aporte cultural, artístico, económico y científico del que aún se conservan tantas huellas, y del que somos afortunados herederos.

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Fue el inicio de un período aproximado de dos siglos en el que la población visigoda (de origen germánico) se integró con la autóctona, hispano-romana, adaptando sus leyes y costumbres al derecho que ellos mismos aportaban. Establecieron su capital en Toledo, ciudad desde la q controlaron la administración del reino.

En el momento en que los visigodos llegaron a la Península, el territorio estaba habitado por otros pueblos germánicos, que habían llegado previamente en una primera oleada migratoria. Era el caso de los suevos (establecidos en la actual Galicia), los vándalos (en el sur de la Península) y los alanos (en el centro). Los primeros fueron los únicos que, en principio, resistieron al avance visigodo, ya que los vándalos huyeron al Norte de África y los alanos, simplemente, desaparecieron.

En la historia de los visigodos en la Península Ibérica hay que distinguir dos etapas, diferenciadas por la tendencia religiosa del poder. Desde un primer momento, cuando los visigodos se convierten al Cristianismo, lo hacen bajo el credo arriano. Su característica principal era la negación de la consustancialidad de Dios y Cristo; es decir, que fueran una misma persona. De esta manera, Jesús quedaría subordinado al Padre.

La monarquía que regía el universo visigodo era electiva. El rey era elegido por un consejo, aunque existieron intentos por hacerla hereditaria. Esta circunstancia provocó numerosas luchas internas, lo que debilitó la institución. A pesar de ello, hubo monarcas muy destacados durante este período arriano, como fue el caso de Atanagildo, en cuyo reinado se produjo la invasión del sur de la Península por parte de los bizantinos de Justiniano. Pero, por encima de todos, brilló con luz propia la figura de Leovigildo. Bajo su mando, desapareció el poder suevo en Galicia, quedando la Península prácticamente unificada, a excepción de los territorios bajo poder bizantino.

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La administración de Hispania Ulterior por parte de Roma no fue homogénea, perviviendo largamente la tradición indígena ibérica, dando un carácter distintivo al proceso de romanización de este territorio, basado más en la explotación de materias primas y de la población local que en la implantación del urbanismo y organización administrativa de la República romana, manteniéndose durante largo tiempo la pervivencia de los modos de vida tradicionales. Más tarde, con la nueva remodelación provincial de Augusto, a principios del Imperio, la Bastetania se incorpora a la Provincia Tarraconensis, antigua Citerior, aún con una débil estructura urbana, que será reforzada con la fundación de la colonia Iulia Gemella Acci, Guadix, que suplantará a la antigua Basti el papel de “capitalidad” de esta región del sureste peninsular.

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Los íberos asimilaron cuantiosos rasgos característicos de diversas culturas del Mediterráneo oriental, como fenicios, griegos y cartagineses, destacándose aspectos como la cerámica, la escultura e, incluso, los rituales funerarios y su religiosidad. Dicha influencia nos llegó a través de las relaciones comerciales y de las guerras, como las Guerras Púnicas disputadas entre Cartago y Roma, que supusieron la invasión peninsular primero por Cartago y después por Roma.

Los íberos vivieron en oppida o ciudades amuralladas desde las que controlaban un amplio territorio. Socialmente se organizaban en grupos dominados por una aristocracia guerrera cuyo poder dependía de sus relaciones con los pueblos colonizadores, con quienes comerciaban o intercambiaban cereales, minerales o metales ya fundidos por  objetos considerados de gran valor como joyas, cerámicas y telas y obtenían su apoyo. El resto de la población vivía bajo una fuerte dependencia de estas élites.

Esta sala se centra en los contenedores funerarios y ajuares aportados por las necrópolis bastetanas, ya se trate de urnas cinerarias y otras piezas cerámicas indígenas, cajas de piedra (larnakes), piezas áticas de importación, armas de hierro y elementos de adorno y cuidado personal, como joyas, amuletos, ungüentarios, etc.

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Los íberos asimilaron cuantiosos rasgos característicos de diversas culturas del Mediterráneo oriental, como fenicios, griegos y cartagineses, destacándose aspectos como la cerámica, la escultura e, incluso, los rituales funerarios y su religiosidad. Dicha influencia nos llegó a través de las relaciones comerciales y de las guerras, como las Guerras Púnicas disputadas entre Cartago y Roma, que supusieron la invasión peninsular primero por Cartago y después por Roma.

Los íberos vivieron en oppida o ciudades amuralladas desde las que controlaban un amplio territorio. Socialmente se organizaban en grupos dominados por una aristocracia guerrera cuyo poder dependía de sus relaciones con los pueblos colonizadores, con quienes comerciaban o intercambiaban cereales, minerales o metales ya fundidos por  objetos considerados de gran valor como joyas, cerámicas y telas y obtenían su apoyo. El resto de la población vivía bajo una fuerte dependencia de estas élites.

Esta sala se centra en los contenedores funerarios y ajuares aportados por las necrópolis bastetanas, ya se trate de urnas cinerarias y otras piezas cerámicas indígenas, cajas de piedra (larnakes), piezas áticas de importación, armas de hierro y elementos de adorno y cuidado personal, como joyas, amuletos, ungüentarios, etc.